3 oct 2010

El oráculo de Tuluá

Héctor Abad Faciolince

Por: Héctor Abad Faciolince


HACE YA MUCHOS AÑOS GUSTAVO Álvarez Gardeazábal fue un buen novelista. Incluso, en un par de obras (Cóndores, Dabeiba), un excelente novelista. Maldito el día en que dejó las letras y acabó metido en política: terminó en la cárcel por un confuso asunto de esculturas y plata. Pero tal vez mucho más maldito el día en que dejó la literatura y la política para terminar colado en el periodismo radial. Desde allí, más que a decir la verdad, se ha dedicado a confundir su mente de novelista (invento, ficción, fantasía, delirio) con el mundo de la realidad, y su mente deformada por los intereses y odios políticos, con el mundo de la información, que es muy distinto. Gardeazábal no informa: cuenta chismes. Y como siempre pasa con los chismosos, buena parte de lo que dice resulta ser mentira. Un periodista que alimenta, difunde y agranda chismes, es un novelista con el alma podrida.

Lo dicho no es un insulto sino un diagnóstico, una constatación, que se puede sustentar en ejemplos puntuales. Recuerdo que en enero pasado, en su tono chismoso decía, desde Cartagena, que García Márquez había llegado a la ciudad, no a pasar vacaciones, sino a descansar de una enfermedad terminal que lo estaba matando. Aquel gran novelista costeño por el que Álvarez nunca sintió simpatía, había venido a morir dentro de las murallas, simplemente, aseguraba el caradura. Mentira. Él mismo divulgó el infundio de una secuestrada amante de Alfonso Cano, el líder de la guerrilla. Esa misma secuestrada, que nunca conoció a ese jefe guerrillero, estaba amarrada de una cadena a un árbol, mientras el periodista lanzaba al aire su supuesta chiva. Un chisme, otra mentira.

Cuando no son chismes, son conjeturas, profecías falsas que se estrellan con los desmentidos del futuro: que Andrés Pastrana sería director de El Tiempo, cuando Planeta compró ese diario (de fuente segura); que Juan Manuel Santos ya no se lanzaría a la presidencia (qué gran acierto); que los del PIN son ángeles puros y limpios y solamente se los ataca por venir de abajo (cómo no manito). Y a veces ni siquiera usa palabras; simplemente hace ruidos con la boca. Tal persona: uuuuh, tal otra mmmmm, la de más allá, no sé pero me suena, ts, ts, ts. Coge por su cuenta, así sea con gruñidos, al político o periodista de turno que alguno de sus socios en el poder quiere que caiga en desgracia. Como si Tuluá fuera el epicentro de la verdad, allá van peregrinos a vaciarle su resentimiento, y a desinformar con sus deformaciones. Así se convierte en el altavoz dañino de otros difamadores de oficio.

A veces dice verdades, es cierto. Por ejemplo lee del Wall Street Journal la cotización del azúcar; y es exacta, con eso no charla un valluno. O cuenta idéntico, como si fuera suyo, un confidencial de Semana o de El Espectador, sin citar la fuente, como si él fuera el origen e insinuando que misteriosamente El Oráculo de Tuluá ha llegado a saber que...

Como el hombre tiene una labia fácil y una lengua tan rápida como viperina, todos le temen al poder de su micrófono. Y los colegas ni se diga: mejor no meterse con el novelista del Valle, para no caer en sus garras, en sus chismes, en la red de patrañas donde se mezclan datos reales con arteras mentiras. Además el programa radial donde le dan cabida es una delicia. Todos gozamos mucho, al atardecer, con La Luciérnaga, porque nos hace reír. Los imitadores, los personajes, los cuentachistes, los troveros, la seriedad de Peláez y el profesionalismo de Rincón. El periodismo que hacen ahí es un riesgo, porque como ellos mismos dicen, practican “una mezcla extraña de realidad y ficción”. Siendo un programa de humor, la ficción es la mentira de los que imitan las voces de los famosos de turno. Son caricaturas legítimas. Pero de los periodistas uno se espera verdad, y no chisme. Algunos lo cumplen. Don Gardi no: él parece estar anclado al mundo ficticio de sus novelas. Ojalá volviera a ellas y dejara el periodismo, por el bien de ambos oficios.

  2 Oct 2010 

 http://www.elespectador.com/opinion/columnistasdelimpreso/hector-abad-faciolince/columna-227428-el-oraculo-de-tulua