15 may 2024

En el día del maestro , UN HOMENAJE A RAMIRO ALDANA

 


EL PROFE DEL MALETÍN

Obituario del profesor Ramiro Aldana, como lo recuerda uno de sus alumnos. Un anónimo maestro de provincia que dedicó su vida a formar en la lectura.





El año en que yo egresé del colegio él se jubilaba. Fue mi profesor de literatura los últimos años del bachillerato. Un señor como los de antes, que hacía rememorar los mejores tiempos pasados, cuando la ética no era sólo una clase aburrida en el horario de estudios. Quizás su última época no fue la mejor. Se notaba cansado de nadar en aceite, y a menudo se quejaba de la esterilidad de su oficio de enseñar y la impasividad de unos alumnos indiferentes que pasaban impunes por sus aulas.  

Sin embargo, el recuerdo es de cariño. En medio de la aridez intelectual de un colegio plagado casi todo de mediocres concentrados en esperar su sueldo, era insólito encontrar a alguien formado que hablaba con pasión de cosas distintas a sí mismo. La literatura era para él un divertimento antes que nada y así lo mostraba su sonrisa pícara dibujada a medias durante toda la clase. Mucho tiempo después, me enteré que Borges decía que sólo se puede enseñar el amor a algo. Quizás esa fue la razón por la que en el bachillerato no aprendí nada distinto a lo de sus cátedras, y por la cual elegí dedicarme a esto una vez salí a conocer la vida. Quise querer entrar a ese mundo que el profesor Aldana mostraba habitar con tanto encanto.

Me enseñó también varios gustos mórbidos hermanados con la literatura. Uno de ellos: la veneración a los muertos. Una vez, mientras haraganeaba con unos amigos sentados abajo de uno de los árboles del patio de descanso del colegio, lo vi pasar con ritmo paciente en ese cuerpo pesado. Tenía el aspecto atildado e intimidante de los capos italianos de las películas de gánsters. Gordo y bien vestido, pantalón de paño y camisa oscura, con unos lentes de sol que tapaban a medias su semblante pensativo pero amable, y una cabeza calva de piel blanca ya rojiza.

Siempre colgando de su mano el mismo portafolio de cuero oscuro negro, aparentemente atiborrado de cosas. Lo llevaba a todos lados, pero rara vez vimos que lo usara para sacar algo. Sentíamos curiosidad de saber qué diablos era lo que cargaba ahí, tan necesario para tenerlo siempre pero tan poco útil como para nunca requerirlo. Ni siquiera en las clases. Tan pronto llegaba al salón y saludaba con amabilidad y entusiasmo descargaba ese maletín en un rincón y no volvía a recordarlo hasta que la clase acababa y lo agarraba de nuevo para salir.

Una sola vez pudimos ver por fin lo que llevaba ahí; y yo entendí que ese maletín solo mostraba que estaba infectado por la enfermedad de la literatura y dejaba ver el mayor síntoma de ese contagio: la devoción hacia lo inútil. En una ocasión le tuvimos que entregar un trabajo escrito sobre la lectura que hicimos de La Vorágine -un libro donde también hay un viejo que siempre carga a cuestas para donde vaya los huesos de su hijo muerto, esperando poder enterrarlo alguna vez-. Éramos muchachos de clases modestas y aún no llegaba la popularidad de la máquina de escribir y ni la del posterior computador. Recuerdo entonces que un compañero le presentó un trabajo en hojas de blog, con una portada manuscrita hecha con una caligrafía diáfana que exhibió orgulloso al entregar. El profe Aldana le recibió el documento, apenas lo ojeó y de inmediato sacó su lapicero rojo y sin decir nada estropeó la magnífica portada rayándola con correcciones por todos lados.

El muchacho no lo podía creer. La razón era que no le había puesto tilde a ninguna de las palabras, y eso para el profe fue una afrenta imperdonable que no matizaba ni siquiera la cuidada estética de la letra.   

“Pero es que están en mayúscula y las mayúsculas no llevan tilde.” Refutó el estudiante.  “Ah, ¿no?” Contestó él. “Pues vamos a ver, por aquí debe estar...” Y por primera vez en todos los ya años que lo conocíamos, fue hasta el rincón y tomó su portafolio de gánster. Por fin abría ese maletín, ante la expectación de nosotros. Y lo hacía como si fuera a sacar un arma, con seguridad amedrentadora, convencido de que iba a pasmarnos teniendo la razón.

Al refundir un momento, sacó al fin un manojo grande de recortes de notas y artículos en papel periódico, apergaminados ya por los tantos años que llevaban guardados allí. Y de entre todos ellos, distinguió de inmediato un papelito. Un escrito corto que él empezó a leer para toda la clase. Hablaba del mal uso que la gente del común le estaba dando a las letras mayúsculas, y de la entelequia de no querer tildaras por alguna clase de mito dispersado entre los que escriben mal que hacía creer que las palabras mayúsculas no llevaban tilde.

Consumada la reprimenda, cuando terminó de leerlo entre su media risa pícara de siempre, nos advirtió después que nunca en la vida volviéramos a no tildar las palabras en mayúscula. “Miren, y eso que este papelito tiene -y se detuvo a mirar la fecha del recorte de prensa- quince años, y todavía siguen con el mismo vicio.” Después lo volvió a guardar y cerró de nuevo su portafolio, con el secreto ya violado.  

Me pareció alucinante descubrir por fin qué llevaba en ese maletín, pero más aún descubrir que lo único que guardaba eran recortes de prensa de hacía décadas, sobre las cosas del saber leer y escribir. Llevarlos siempre consigo por tantos años, esperando que se diera la ocasión para poder sacarlos y justificar tanto tiempo de celo. Era la pasión por enseñar que cargaba a cuestas como el viejo de la Vorágine con los huesos de su hijo.   

Pero me desvié. Estaba contando que ese día, mientras haraganeaba con mis amigos debajo de uno de los árboles del patio de descanso, lo vi pasar a lo lejos. Quizás este incómodo hábito de las digresiones tenga también algo que ver con él. Porque en sus clases se paseaba con desparpajo por varios y variados temas. Era un impuro con la literatura y eso, al muchacho que fui, lo impresionaba. Pasaba de hablar del verso que parecía más de Solón que de Homero, en el canto ocho, al partido de futbol de anoche, que definitivamente había sido una vergüenza y que se perdió por pura falta de huevos, porque estos de ahora no saben lo que es entrar a jugar a una cancha. Y luego llegaba siempre al tema de las mujeres y de ahí a salir a tomar un trago y bailar boleros y de ahí a sus recuerdos de juventud y luego a sus disertaciones sobre para qué crecer y de ahí a para qué el poder y del poder a Solón y de Sólon luego otra vez a ese verso extraño que no parecía de Homero.

Y yo que pensaba que la literatura eran sólo los libros, que tenía que ser un oficio para bichos raros que no hablaran de nada más y estaba dispuesto a matricularme como uno de esos, convencido de que la lectura me iba a divorciar del mundo vulgar que sentía indigno de alguien tan especial como me creía ser. Pero no. Aprendí que la paganización de la literatura es el primer requisito para revivirla en latitudes tan hostiles como estas que nos cupieron en suerte. Que la poesía, como dijo Yourcenar, murió el día que quiso dejar de ser popular. Que no quería estar ni entre el rencor de los que se sienten poseedores de un gran secreto incompartible cuando escriben y leen, ni entre la frivolidad de los iletrados que ven este oficio como cosa de anormales con algún tipo de déficit de vida.

Pero me volví a desviar. Estaba contando de ese día, mientras haraganeaba con mis amigos debajo de uno de los árboles del patio de descanso cuando lo vi pasar a lo lejos con su porte gansteril. Es que, entre sus lecciones dadas, siempre le faltó el aprender a hablar sacando los temas en orden. En cambio, se la pasaba interrumpiéndose a sí mismo con unas ideas difíciles de entender por inoportunas. Una vez, en medio una clase, hablaba de La isla del tesoro, lo que lo llevó a hablar después del mar, y luego, a decir, de pronto. “Es que en la vida hay que saber sólo dos cosas: saber nadar y saber bailar. Es muy vergonzoso eso de uno andar por ahí diciendo que no sabe nadar ni sabe bailar.”

Pero recompongo para no desviarme más. Decía que ese día mientras haraganeaba con mis amigos debajo de uno de los árboles del patio de descanso lo vi pasar a lo lejos con su porte gansteril. Y justo al llegar a la puerta de la rectoría, donde había una pared con retratos de antiguos egresados y fotografías de los maestros de otras épocas, pude ver cómo se detuvo al pasar junto a uno de los cuadros, lo miró un momento e inclinó la cabeza en señal de reverencia. Después siguió su marcha con total naturalidad.

Esto de nuevo me causó curiosidad. Y en la clase siguiente de ese mismo día se lo pregunté. Le dije que lo había visto pasar e inclinarse junto a uno de los cuadros de la rectoría, que qué era lo que había hecho, que cómo así. Vino la infaltable ternura pícara al sonreír. “Ese era mi profesor de literatura aquí, en el colegio, y cada que paso por ahí le ofrezco mis respetos.”

Una lección de culto a los muertos. De nuevo deslumbraba ese extraño ser que parecía perder la razón, la razón monótona, la razón opresora y estrecha de la mayoría de adultos que yo conocía, embuchados de sentido práctico, y que sin duda censurarían cosas como las que él hacía con tanta soltura y sin vergüenza.  El viejo que se inclinaba ante los muertos por reverencia y gratitud, justo como ahora siento que debería inclinarme yo, al conocer la noticia de que también el profe acaba de volverse un retrato en la pared.  Esa ocasión fue para mí quizás la primera vez que presencié el afecto más allá de la muerte y más allá del interés material, que ya empezaba a sentir como otra forma de muerte.  

Lo peor es que se ocupó de perfeccionarnos ese insólito culto a los muertos, cuando gracias a él leímos y comentamos con pasión las frases de Hamlet donde alababa al gusano como amo del universo, que devora a mendigos y reyes sin detenerse a distinguir. O cuando agarraba una calavera para preguntar inútilmente por la preferencia entre el tormento de estar aquí o la paz insulsa de la nada. O cuando nos hizo pasear por la matazón azarosa de la Ilíada, que él nos iba avivando, mientras avanzábamos en sus capítulos, para que no perdiéramos el entusiasmo. “Sepan que el único verraquito ahí es Héctor, sigan bien lo que va a hacer”, nos decía.   

Y después la literatura latinoamericana. “Entonces el perro ese le quitó la virilidad al pobre Pichula Cuellar. ¿Tampoco saben qué es virilidad?” O con el ametrallamiento infame de los obreros amotinados en medio de los cultivos de bananos. “Cabrones, ¡les regalamos el minuto! Eso que pone Gabo fue verdad, dicen que así dijeron, y el general que ordenó la matanza se llamaba así como está en el libro. Nunca le pasó nada con la justicia, se murió de viejo.”

Una vez, en la biblioteca de mi casa, me encontré el Juan de Mairena, y lo leí con una devoción que mantengo hasta hoy. “Profe, pero mire que leí este libro y ahí dice que es de Antonio Machado pero luego dice que el que escribió todo eso es Juan de Mairena, y que es un profesor apócrifo. ¿Qué es un profesor apócrifo? ¿Un profesor de literatura, como usted?”. “Mas o menos, pero cuidado que también puede haber billetes apócrifos.”

Descubrí que podía dedicarme a algo que no sirviera para nada de lo que la mayoría de cosas alrededor insistían en servir, algo distinto a la dirección hacia la que sentía que el mundo se empeñaba en empujarme. Sentí también la inmediata advertencia de ese mismo mundo, que me amenazó con el perpetuo voto de pobreza si seguía tomándome en serio el llevar un maletín con periódicos viejos durante toda mi vida. Pero el contagio ya estaba dado y pronto empecé a garrapatear mis primeros escritos en las últimas hojas de los cuadernos de la materia del profe Aldana. También noté que eran intentos marchitos, que las palabras no me salían como las que leía de otros.

Un día le oí decir en clase, hablando de ya no recuerdo qué obra. “Esto es un clásico, por eso es difícil, pero por eso sigue vigente hasta hoy. ¿Saben ustedes que es un clásico? Sencillo, se los voy a decir, un clásico es aquella obra digna de imitar.”

Encontré después esa definición en muchas partes. Pero se me quedó desde esa primera vez y la volví una norma de vida. Casi por la misma época, en el mismo libro de Don Antonio Machado, leí que ser novedoso puede ser a la vez lo menos original. Y me llevó muchos años entender que la novedad por sí sola vale poco en la literatura. Que esto es menos una maratón que una carrera de relevos. Que no se trata de querer avivar el fuego más que los demás, sino de saber recibir la antorcha sin el afán de ignorar a los de atrás. La ingenuidad de creer que estamos armando un mundo nuevo sólo por ser nuevos en el mundo. Buscar parecerse a esos que veneramos es también seguir la voz propia, una voz que trasciende las individualidades y que se impone por sobre las existencias aisladas. Esa ha sido mi declaración de principios. Hoy día entiendo que llegué a ella después de oír al profe Aldana porque la emulación también es un oficio que se puede hacer con dignidad, y de los intentos fallidos de esa emulación salen las obras propias.

Mucho tiempo después, cuando había perdido algún contacto con el profe Aldana, gané el único premio que he ganado con esto de escribir. Me publicaron el libro y me lo pagaron generosamente. Se me antojó tratar de escribirle para contarle y agradecerle. También porque, para entonces, yo ya era profesor también, y entendía mejor sus quejas y el desdén y la frustración por la juventud que nace cansada y llega demasiado muerta a una clase inútil para su sueño de ser millonarios. Pensé que si lo hacía le daría algo de ánimos tardíos, mostrándole que sus lecciones habían valido en algo la pena y no había sido todo tan infructuoso, por lo menos no tanto como creo que él se imaginaba a esas alturas.

La idea era tan noble como vanidosa. Y quizás por ello la deseché poco después. Para entonces yo casi nunca estaba en Colombia y no mantenía casi ningún contacto con la gente de mis años de bachiller. Roldanillo fue un lugar del que, en su momento, quise huir. Vagué quizás más tiempo del debido por una docena de países, me desconecté de las raíces porque no sabía que el mundo es redondo y que cuanto más lejos trate uno de irse, más rápido va a llegar de nuevo al lugar de origen.

En alguno de mis regresos, me invitaron amablemente a lanzar mi libro en la Casa Quintero, de Roldanillo.  Para mi sorpresa, la noche que llegué al evento, sentado entre los asistentes, vi al profe Aldana. Hacía más de una década no lo veía, pero nos reconocimos al instante. Fue un saludo afectuoso, aunque muy corto porque de inmediato empezó el evento.           

Después, a la hora de las intervenciones del público, habló él. Habló de sus clases y de los buenos alumnos que recordaba. Fue muy generoso en sus consideraciones para con mi libro. Cuando el evento se acabó, se me acercó de nuevo a preguntarme si podíamos vernos al día siguiente, para conversar con más calma. Pero le dije que era imposible porque tenía que regresar y no podía quedarme más tiempo. “Qué lástima. Tenemos que vernos después. Pero quedo muy contento.”


Me lo dijo con una expresión seria, casi ceremoniosa. Nada que ver con la sonrisa pícara que recordaba yo. Quedó muy contento. Fue la última vez que lo vi. Tuve otros regresos, pero siempre aplacé la visita al profe Aldana porque siempre andaba con poco tiempo. O eso pensaba yo. Apurado por la ilusoria prisa arrogante de las supuestas cosas importantes que no me dieron espacio para visitarle. Me acongoja no haber tenido una última visita. Se nos quedó incompleta la charla. Pero esa también es una de las ventajas de la literatura: es un tema interminable donde siempre hace falta tiempo, pero queda uno contento. Ojalá no haya olvidado llevar su maletín.