La breve vida de un grande
30/10/10
La escritora Irene Gruss emociona al contar cómo se lo leía y cómo se lo lee hoy.
Por Irene Gruss. POETA
EL POETA EN SU TIERRA. MIGUEL HERNANDEZ, EN SU PUEBLO, ORIHUELA.
Mi madre, férrea militante de izquierda, solía decirnos que Miguel Hernández era feo pero también, y sobre todo, un gran poeta. Que tener en cuenta su fealdad era de superficiales. Franco lo mandó a la cárcel, quiso separarlo de su familia y de sus compañeros republicanos para que sufriera las torturas y el castigo por leer sus poemas en las calles, al pueblo todo.
Por esa época, nunca me quedaba muy en claro la anécdota de cuando escribió “Nanas de la cebolla” a su hijo, a quien le habían salido cinco dientes. Esto era complejo; antes de leerlo, mi madre debía explicarnos que la esposa del poeta había quedado sola y tan pobre después que lo apresaron, que le daba al hijo jugo de cebollas para alimentarlo, o bien era ella la que comía cebollas y después lo amamantaba pero, a pesar de todo, le habían salido dientes, señal de que estaba creciendo. Todo esto se lo contaba al marido en una carta que le envió a la cárcel de manera clandestina. Y lo que intentaba decir Hernández ahí, seguía el relato, es la injusticia por la que estaban pasando y que la vida iba a vencer y no la muerte como pregonaba Franco. Mi madre agarraba un pañuelo anticipándose al llanto seguro que vendría al final, y luego nos leía el poema entero.
Un maestro exigente y amoroso
Hasta aquí, mi vivencia de cómo fue presentado el poeta en nuestra casa. Los libros de Losada, recuerdo, pasaban de mano en mano tanto o más que un Billiken. A decir verdad, lo que me conmovía o lo que prefería de ese poema no era sólo la historia que llevaba detrás sino cómo formaba cada metáfora o cada imagen; no era el empalagamiento nerudiano ni el casi surrealismo de Lorca; yo sentía por primera vez que no se dibujaba ni se vestía a las palabras: se decía. Miguel Hernández buscaba precisar, y significar con cada una de ellas: “La cebolla es escarcha / cerrada y pobre”, dice, o: “Vuela niño en la doble / luna del pecho / él, triste de cebolla, / tú satisfecho. / No te derrumbes. / No sepas lo que pasa / ni lo que ocurre”.
Con los años, mi relación con la poesía de Hernández se fue haciendo más intensa, una conversación entre un maestro exigente, no por ello menos amoroso, y una que empezaba a garabatear alguna que otra emoción análoga. Era, lo sigue siendo, como el que da el alerta cada vez que aparecía la cosa fácil, la repetición, lo falso.
En 1972 saludé la idea de Joan Manuel Serrat de musicalizar sus poemas, y aún hoy me cuesta separarlos de la melodía que Serrat les puso (o Alberto Cortez, en el caso de “Nanas…”). Creo que hay un antes y un después de ese disco para el lector de habla hispana. O, mejor dicho, me pregunto cuántos lo leen además de haber escuchado ese homenaje.
Si bien mi generación no escapó a la noble politización de la poesía de Miguel Hernández, creo que sí lo hicieron las generaciones siguientes; así como también desconozco cuál será la vivencia de éstas, o si conseguirán tamizar no sólo la ideología o su sonoridad. Del entusiasmo con que empecé estas líneas a la vana pregunta de por qué hoy se leería menos al poeta, es un trecho que puede explicarse con mil y un argumentos. Hernández leía sus textos subido a tarimas o barricadas; hoy la gente y los poetas en general suelen arrimarse a Google y curiosear no más de diez poemas. O no. O escucharán el nuevo disco de Serrat, en conmemoración del centenario de su nacimiento. “Umbrío por la pena, casi bruno / porque la pena tizna cuando estalla”; así siento yo también la pérdida de este gran poeta. Y me animaría a repetirle, como a un niño, entre otras tantas cosas: “No te derrumbes. / No sepas lo que pasa / ni lo que ocurre.
Clarín, Argentina
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