Valle de… sangre.
– 08/07/2012PUBLICADO EN: CON LUPA
¿Por qué?, una pregunta que hiere el alma y los oídos. El asesinato de dos jóvenes -deportistas, estudiosos, hijos de familias amorosas y que han vivido siempre del trabajo en el campo- se suma a la lista de homicidios de jóvenes en Roldanillo, norte del Valle del Cauca. ¿Qué pasa?
Por: Antonio Molina
Lo que leerán a continuación es el relato de un periodista que, para su dolor y el de los familiares, presenció cómo un hecho sangriento, por segunda vez en menos de 48 horas, los enlutó de nuevo.
Lo hago porque callar sería una cobardía y una señal de aceptación de situaciones del todo irregulares que ocurren en este momento en Roldanillo, norte del Valle del Cauca, con cifras de homicidios que ya apenas pueden calificarse como escandalosas (18 asesinatos en lo que va del año, según las subestimadas cifras oficiales). Escribo porque lo considero como la única manera de salvar a muchos otros, incluso a mí mismo. De hecho, mientras escribo estas palabras acaban de informar de más homicidios en este fin de semana.
Pero antes quiero contarles algo sobre los Molina. La familia habita desde hace varias décadas en el norte del Valle, en particular en el corregimiento de Higuerón, destacándose como agricultores y, también, como líderes. Por eso, todo lo que comentaré se torna aún más inexplicable.
Continúo. El 5 de julio de este año fue asesinado Juan Camilo Molina Morales, de 20 años de edad, recién graduado como tecnólogo electricista y quien trabajaba en ese campo. Juan Camilo salía de una cancha de fútbol, luego de terminado un partido. Allí, antes de abordar su motocicleta, fue asesinado. Nadie vio, nadie sabe. Su posterior velación se realizó en la casa de un tío, lugar al que acudieron más de 150 personas, tantas que hubo necesidad de conseguir sillas plásticas y ubicarlas en la plaza adyacente. Todo ello como una muestra palpable del afecto despertado entre la comunidad.
La velación transcurría con normalidad hasta un poco después de la 1 de la mañana del sábado 7 de junio, cuando se llamó para un rezo. Ese momento de aglutinación fue aprovechado por individuos encapuchados, armados con fusiles y pistolas, quienes ingresaron de manera sorpresiva a la vivienda, disparando contra varios de los asistentes en un frenesí de salvajismo que duró más de cinco lentos minutos. Cuatro personas quedaron heridas en el piso de la residencia. Todo fue confusión. Gritos, llantos y voces de auxilio se fusionaron en una masa imposible de calificar.
Lo que de por sí era ya una pesadilla –la primera muerte violenta en la historia conocida de la familia– se transformó en el peor de los infiernos posibles. La baldosa blanca, pulida con cuidado por el tío, era en ese momento el depósito de un espejo de sangre que iba desde la entrada hasta la habitación del fondo. Sangre que era nuestra, sangre que reflejaba en su tono rubí el color del desamparo.
Cada quien buscaba a su grupo familiar, en medio de gritos alarmantes que herían la noche, gritos que no tenían respuesta al estrellarse contra las fachadas de las viviendas vecinas que permanecían en silencio y a oscuras, al igual que la casa cural, ubicada frente a ese hogar en el que solo el llanto tenía cabida.
Alguien facilitó una camioneta y, como masas casi ausentes de vida, fueron colocado allí todos los heridos, entre ellos el cuerpo de Miguel Molina Betancourt (conocido como Lucho), de 16 años y primo del fallecido.Miguel ya nunca más terminaría su bachillerato, del cual cursaba el último año: llegó sin vida al hospital de Roldanillo.
En el sitio hicieron pronta aparición varias patrullas de la Policía y, media hora después, el Teniente Coronel Miguel Orley Henao Bohórquez, comandante del Quinto distrito con sede en Roldanillo. Hicieron lo de rigor.
Sin respuestas
“¿Por qué?”, esa dolorosa pregunta que quizá nunca tendrá respuesta, se repetía en los labios de todos, gentes sencillas que nunca habían vivido un drama familiar tan impactante, mucho menos homicidios de seres queridos. Y el natural miedo empezó su gestación entre los asistentes que temían por sus propias vidas. ¿Cómo salir de allí, un caserío al lado de la oscura vía llamada Panorama?
Solo quedó recurrir a la ayuda del grupo policial que en ese momento aseguraba la zona. Luego de que se tomaran las fotografías y se hicieran los proceso técnicos de levantamiento de pruebas, la familia pudo salir hacia un improvisado refugio fuera de Higuerón, escoltada siempre por agentes de la policía. Por supuesto, no sin antes llamar a una funeraria para que trasladara a Roldanillo el cofre con el cadáver de Juan Camilo, la primera víctima de esa semana trágica.
Tan grande era el miedo que pocos se atrevieron asistir al hospital para acompañar el cadáver de Miguel y a los heridos. Encerrados, sin poder dormir, hablando en voz baja, atentos a cualquier ruido exterior que delatara la presencia de extraños, así permaneció la familia hasta el amanecer.
Ya con las primeras luces del día, a toda la parentela proveniente de varias ciudades solo le quedó el recurso de salir con rumbo a sus respectivos hogares, en medio de los sentimientos encontrados de impotencia, miedo e incredulidad. Doloroso era no asistir al funeral, pero la realidad es que no había condiciones que garantizaran cumplir con ese mínimo acto de humanidad sin exponer la integridad física de los asistentes.
Horas después, los cadáveres de los dos primos que se habían criado desde siempre como hermanos, fueron llevados al cementerio contando con custodia mixta de Ejército y Policía. En ese instante, para muchos de los presentes, Higuerón ya se guardaba como un bello recuerdo del pasado.
¿Por qué?, sigue taladrando la pregunta en la mente, más apremiante incluso que el interrogante por los autores, pues queda la inaceptable certeza de que nunca se hallarán, mucho menos se conocerá quiénes maquinaron esta tragedia. Al fin de cuentas, la pavorosa muerte violenta ya fue sembrada en nuestros corazones
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